Drioli miró el cuadro, pensando vagamente por qué le parecía familiar. Pintura estrambótica, pensó. Extraña y atrevida, pero me gusta... Chaïm Soutine... Soutine...
—¡Dios mío! —gritó de repente—. ¡Mi pequeño calmuco, eso es! ¡Mi pequeño calmuco, uno de sus cuadros en la mejor tienda de París! ¡Imagínate!
El viejo acercó más su rostro a la ventana. Recordaba al muchacho, sí, lo recordaba muy bien, pero ¿cuándo? Eso ya no era tan fácil de recordar. Hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? Veinte, no, más bien treinta años, ¿no? Un momento. Sí, fue un año antes de la guerra, la primera Guerra, en 1913, y Soutine, el pequeño y feo calmuco, un muchacho hosco y amargado que le gustaba mucho y al que casi amaba por ninguna razón que él supiera, excepto la de que pintaba.
¡Y cómo pintaba!
Roald Dahl. Relatos escalofriantes